Los inicios


Como tantos otros aquí y en el mundo, crecí con las imágenes eurocéntricas de la historia universal. Cuando estaba en el secundario la historia empezaba en Grecia y en la Universidad  aprendí rápidamente que griega era el alba del destino.

En nuestra historia (me refiero a la historia argentina) no había lugar para afroamericanos ni para chinos. Los indígenas eran la prehistoria.

Sin embargo, supe después que al principio del siglo XIX los primeros viajeros latinoamericanos  a Oriente  habían  contribuido a desarrollar el “orientalismo periférico”, como lo llamó Hernán Taboada.   Y leyendo el   Facundo, de Domingo F. Sarmiento, que el “despotismo oriental” había sido decisivo en la configuración de nuestros hábitos y costumbres sociales y políticas. Pero, cómo dijo Carlos Altamirano, este orientalismo no nos envió  al conocimiento de Oriente sino al “archivo orientalista”. En el cual me eduqué.

China no tuvo un Salgari  y de adolescente frecuenté a Lin Yutang y a algunas historias palaciegas que despertaban irrefrenables deseos de viajes y aventuras. También Rabindranah Tagore fue otra inspiración para una época que buscaba nuevos horizontes pacifistas.

Pero cuando me topé con la política y  la filosofía me encontré con el maoísmo en China y el peronismo en Argentina. Eran los 60. China no era aún “el otro” de la otredad absoluta. Era un ejemplo esperanzador de revolución cuando ya la URSS no satisfacía.  El movimiento de no alienados, el tercermundismo.

Después vino el golpe de Estado en la Argentina y la caída en desgracia de Mao.

En los 80 China reaparece como un objeto más de la deconstrucción orientalista. Ya no era un sujeto revolucionario sino el  “otro” visto en términos de diferencia cultural. Lo cual significaba reinterpretarla en sus propios términos.  China comenzaba, para nosotros (y para sí) a constituirse en  una singularidad absoluta, única, excepcional. Orientalismo en reversa, según  Sucheta Mazumdar y  Vasant Kaiwar

La nueva imagen de China ya no era exótica ni revolucionaria, pero combinaba ambas visiones: del orientalismo rescataba la figura del “otro”,  esta vez positivamente evaluada; de la visión revolucionaria y del tercermundismo, el  camino chino al desarrollo, aunque  sin revolución,  Estas visiones eran principalmente culturales y carecían de consideraciones económicas, políticas y sociales.

Pero en los 90 China irrumpe como un actor global y  sorprende a todos con su capacidad para liderar pacíficamente cambios profundos, y para combinar una economía de mercado con una política basada en un partido único y principios socialistas. Con el resultado de un extraordinario éxito económico.

Mientras estas imágenes se sucedían, superponían y entremezclaban en nuestro medio,

yo seguía focalizada en los debates latinoamericanos, europeos y estadounidenses sobre democracia. Hasta que varios problemas  se terminaron de unir y sacudieron mi cabeza.

Por un lado, viajé a la India en 2008, un viaje conmocionante, como suele sucederle a todos los que van a India por primera vez. Mi primer encuentro con Asia.  Al mismo tiempo, crisis financiera y económica mundial (¿crisis civilizatoria?), crecientes cuestionamientos a la democracia a nivel nacional, internacional y global.

Por el otro, la convicción de que Latinoamérica  repetía viejas historias, oscilando entre privilegiar los vínculos con  EEUU y a EU -para amarlos u odiarlos,-  o volverse hacia adentro, en busca de las esencias más propias, los verdaderos orígenes. Siempre ubicados en distintos momentos, claro.

Pensé – y pienso- que era inútil seguir insistiendo en los mismos fracasados caminos. Había que salir del parroquialismo occidental, en el cual estábamos anclados, por muy antieurocéntricos que nos creyéramos.  ¿Cómo no mirar a Asia?  El continente con mayor población del mundo, con países como India y China, aspirantes a potencias mundiales.

¿No era hora de iniciar conversaciones? Por ejemplo, de saber qué pensaban los chinos de sí mismos, de nosotros, del mundo.  Y nosotros de ellos: ¿qué sabíamos?

Mi déficit era una oportunidad que no podía perder.  Era la hora del tan meneado diálogo intercultural. De otra filosofía. Estaba preparada para hacerlo. Sólo que no sabía casi nada de China.

Decidí, entonces, armar un proyecto de investigación sobre otras modernidades y otras democracias: China e India.

Depende de cómo se mirara la cuestión, era un despropósito mayúsculo, casi un capricho.  Comencé a introducir algunos autores indios en el programa de “Principales Corrientes del Pensamiento Contemporáneo”,  materia a mi cargo en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Ya veníamos hablando de historia global, de modernidades múltiples. Pero otra cosa era ir al grano, cambiar de territorio cultural.

No hubo mucho entusiasmo. En especial por parte de los docentes, a quienes consulté sobre la cuestión del proyecto de investigación. Algunos (
Stella De Filpo, Javier Pelacoff)  me acompañaron en su formulación y en parte de su ejecución. Verdaderos pioneros, lanzados a un terreno desconocido.

¿Cómo y por dónde empezar, no siendo del área, no teniendo ninguna expertise en estudios chinos, desconociendo la historia intelectual china?  ¿Cómo empezar de cero? ¿Dónde buscar? ¿A quién entrevistar?  En aquellos tiempos  internet no estaba tan desarrollada. Entrábamos en paginas intraducibles. Buscábamos a ciegas. Pero insistimos , persistimos.

Decidí mirar la mitad del vaso lleno y no la mitad del vaso vacío. Tenía interés y decisión de  ampliar horizontes y ensanchar fronteras, y estaba respaldada por la tarea de toda una vida en el ámbito intelectual.

Así empezó el viaje en el que todavía sigo.

 

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